Seguiremos viajando adonde viven los monstruos
“Míralos, con la edad que tienen y como críos, jugando a los marcianitos” te dice tu madre apoyada en el quicio de la puerta. Plomiza sentencia que con leves variaciones hemos escuchado de boca de algún familiar, amigo, conocido o novia (la que más duele) todos los videojugadores que en el mundo hemos sido. Lo que en principio no pasa de ser una frase prejuiciosa sobre esta afición y los que la practicamos, encierra un punto de verdad impepinable. Punto que la convierte irónicamente en apología de aquellos que precisamente decidimos guardar un rinconcito con nuestra infancia en una vida adulta de obligaciones y aburrimiento, de frases hechas dictadas por lo políticamente correcto, de silencios incómodos por palabras que no se pueden pronunciar, de muros que no se deben traspasar, de miradas que es mejor apartar. De aquellos que decidimos poner un pie en esta tierra corrompida sin dejar de apoyar el otro, en delicado equilibrio, en el mundo de nunca jamás.
Veréis, tengo veintiséis años y no hace tanto que pasaba horas enteras jugando partidos de fútbol-chapas con mi amigo Héctor (Hugo Sánchez, Kiko, Chendo o Tomás… y Buyo y Abel embutidos en un tapón de gaseosa). No hace tanto que emulaba con mis primos a los Masters del Universo (“por el poder de Grayskull” ya sabéis XD) en titánicas peleas entre el bien y el mal libradas en un patio de luces. No hace tanto que organizaba multitudinarias batallas con mis Playmobil (entonces los llamábamos “clics”) en las que sin rubor cruzaban armas galeones españoles, vaqueros malencarados y caballeros medievales. No hace tanto que jugaba al escondite en interminables tardes-noches de verano. Cuando el mundo entero cabía en tu portal, cuando la felicidad o la desdicha pendían de la cuerda de tu peonza, de ganarle al vecino aquella canica azul.
De repente, pero tan poco a poco como para pasarnos inadvertido, decidimos dejar de soñar despiertos, abandonamos nuestra imaginación ilimitada y nuestra confianza ciega cambiándolas por el miedo y la incertidumbre, por un examen a la postre definitivo, por un “y da gracias que tienes trabajo”, por una hipoteca y un tipo de interés.
Más cada noche, al encender la videoconsola viajamos por tiempo y espacio. Volvemos a decidir la final de la Copa de Europa con un trallazo por la escuadra, a librar batallas con miles de tropas cuyo destino dirigimos con nuestro dedo divino convertido en puntero de ratón o corremos en Indianápolis en apretada disputa por el título mundial. Y mágicamente somos niños otra vez, creemos de nuevo que todo es posible, que tenemos cien vidas que perder en un momento en esa isla que habitan los monstruos, junto a la cabaña del juego perdido. Por eso y más
hamamos los videojuegos, por eso no dejaremos de jugar nunca, aunque los que abandonaron la isla hace tiempo no lo entiendan y mirándonos con recelo y desdén nos recuerden que la diversión siempre tiene un final.
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