Nunca unas palabras resultaron tan premonitorias para el barcelonismo, tal vez también para la historia del club, como las pronunciadas por Pep Guardiola un día cualquiera del último y largo invierno, cuando el 'triplete' era sólo una quimera. A propósito de Messi, que en el anterior partido ante el Racing había marcado el gol 5.000 del Barça en la Liga con la pierna derecha, su pierna mala, Pep le dio un sabio consejo a los periodistas: "No escribáis sobre Leo que tampoco remata bien de cabeza. Cualquier día marca un golazo por arriba y os deja en ridículo". Pocos meses después, Messi asombraría al mundo con otro de sus prodigios. En la final de la Champions de Roma, Leo anotó el 2-0 definitivo, precisamente gracias un espléndido remate de cabeza, increíble, entre los centrales del equipo inglés y ante la estupefacta y boba mirada del meta holandés Van der Sar.
No se atisba, por ahora, ninguna frontera en la progresión de Leo, que como futbolista ya ha liderado la conquista del 'triplete', algo único en este club, con apenas 22 años, siendo también el máximo goleador de la Champions y del equipo azulgrana en las tres competiciones. Cualquier otro jugador podría acomodarse. Leo, en cambio, se ha tomado la temporada siguiente al 'triplete' también como otro reto personal y como un desafío más allá de cualquier récord conocido, como si quisiera dejar su palmarés y el del Barça en una órbita inalcanzable, lejos de cualquier dimensión conocida. Ese plus de ambición personal y egoísta de Messi, que algunos quieren ver como una cierta falta de identificación con su club, forma parte del modo en que Leo entiende el fútbol y también su íntima y consolidada relación con el Barça. Sólo se llega a ser el más grande cuando uno juega en el mejor equipo del mundo, lo que al mismo tiempo significa para Messi que un equipo sólo puede ser el más grande si cuenta en sus filas con el mejor futbolista del mundo. La diferencia se reduce a cero cuando se comprende que sólo es un problema de perspectiva y que para Messi todo se reduce a ganarlo todo, como se prometió a sí mismo, enrabietado, el pasado mes de enero, cuando se vio segundo, por detrás de Cristiano Ronaldo, en el Balón de Oro y después en el FIFA World Player.
Hoy, cuando no falta ni un mes para empezar al Liga, lo excepcional del estado anímico y profesional de Leo radica en que aquellos objetivos parcialmente cumplidos, de momento con el 'triplete', no los contempla como el final de un camino sino solamente como el de una etapa y como el principio de algo mucho más grande. Hace apenas un año, antes de irse a los JJ.OO. de Beijing, Leo había superado el examen de excepcional promesa, sí, pero con asignaturas pendientes. Faltaba ver si asumía el liderato del Barça de Guardiola y si era capaz de completar la temporada eludiendo las lesiones que, lamentablemente, ponían en duda su futuro no como malabarista del balón pero sí como crack.
Consciente de haber encontrado el entorno idóneo para conquistar la luna si hace falta, Leo cree como nadie en el Barça de Guardiola, el grupo más disciplinado, riguroso y trabajador en el que ha estado, un esfuerzo colectivo que le permite a él jugar libre y fantasiosamente cuando llega la hora de saltar al campo. Ha comprendido que sólo el trabajo físico, la nutrición y el cuidado espartano de su cuerpo le dan a sus piernas la energía que necesitan su ingenio y su talento. Por eso no hay límites, ahora mismo, en la ascensión de Messi y del Barça, camino quién sabe de qué recompensa celestial.
Fue el capitán del partido disputado el sábado último en Los Ángeles. Buena señal. También llegó antes que nadie a entrenar, acortando él mismo sus vacaciones para prepararse mejor. Mejor señal aún. Pero son los detalles los que hablan por sí sólos, modelando día a día el carácter ganador de un genio que ya es más que un crack.
En el stage de Escocia, por ejemplo, alguien le vio coger un cubito de hielo, cuadrado y resbaladizo, al que empezó a dar toques hasta que se deshizo. Un divertimento asombroso entre rondo y rondo, que no es el único. A lo mejor empieza a enviar balones al cielo, treinta o cuarenta metros en vertical, para que sus compañeros lo controlen. Se ríe como un niño viendo el fatal resultado de su pequeño circo. O, de pronto, ve un cubo a veinte metros y trata de colocar la pelota dentro. Casi. Si tiene un momento ahora le ha dado por hacer la "foca". Es como un crío.
Con Guardiola habla y habla. A menudo ambos se quedan solos, mano a mano, cuando los demás se han ido a la ducha. Entonces participa aún más, no en la toma de decisiones, todavía es muy joven, pero sí en el proceso que le lleva a Pep, una vez procesada toda la información, a aplicar un determinado criterio. Así madura y se integra. Leo no es de los que discuten, pero tampoco de los que tragan con todo. Y si hace falta va a la suya, como cuando marca con la derecha o de cabeza, cuando nadie se lo imagina, en la final de la Champions.
La última, en el primer entrenamiento realizado en Seattle, cuando él y Guardiola empezaron a tirarse balones largos, de más cuarenta metros, al pie. Pep, que conserva el toque, se las ponía perfectas y Leo las controlaba en el aire, impresionante y magistralmente. Luego, se la devolvía a su entrenador, con tanta o más precisión. Hasta que Pep le gritó: "¡Con la derecha, Leo, quiero con la derecha!". Burlón, Messi le replicó con un "¡Ahora va mister!" seguido de otro pelotazo con la izquierda. Messi sabe lo que cabrea o no a Pep, quien, hoy por hoy, está encantado, sobre todo con el Leo que, sin detenerse a pensar lo que mucho que ha ganado, sólo está maquinando la próxima diablura con el balón